30 de Junio de 1934: El Dirigente Graf Zeppelin sobrevuela Buenos Aires.

El nombre se lo debe a Graf (conde) Ferdinand von Zeppelin, militar y noble alemán, que fundó la fábrica con su apellido.
El 30 de junio de 1934, hace 85 años, Buenos Aires se despertó muy temprano. Sus habitantes echaron mano a todo el abrigo posible para mitigar el frío: sobretodos, tapados, camisetas de frisa, calzoncillos largos, guantes, bufandas y sombreros. Los más madrugadores se dirigieron a Campo de Mayo. Los demás, decenas de miles de personas, se dirigieron a espacios abiertos, cruces de avenidas, balcones y terrazas. Se iba a producir uno de los eventos del año. El Graf Zeppelin volaría por el cielo porteño.
El Zeppelin era un dirigible, un medio de locomoción que en ese entonces parecía estar en su apogeo y representar al futuro, pero al que le quedaba muy poco tiempo de vida. Era un gigante, un mastodonte, una nave imponente, algo inverosímil y ridícula.
Tenía 240 metros de largo, 80 de diámetro y algo más de 40 de alto. Era una extraña mezcla entre un globo y un barco. El Graf Zeppelin, más que un medio de transporte aéreo, era un gesto teatral.
Los dirigibles fueron utilizados durante la Primera Guerra Mundial. Algunos optimistas pensaban que su utilización podía cambiar el curso de la contienda. Nada de eso. Eran pesados, los bombardeos desde ellos carecían de toda precisión. Su punto más débil era lo fácil que eran de alcanzar y destruir. Eran demasiado grandes, frágiles y muy inflamables. Luego, con las acciones más avanzadas y con la (mala) experiencia de varias unidades retiradas, los alemanes decidieron usarlos para realizar avistajes de objetivos militares y posiciones enemigas.
Doscientos jóvenes soldados argentinos esperaban a la nave. Eran quienes se encargarían del amarre. Debían tomar las sogas y empujar para dejarlo en tierra. Luego, rápido, a hacer los nudos que lo aferraran. Para algunos de ellos la misión era otra; debían asirse de los pasamanos de la barquilla para posarlo sobre tierra.
Apenas tocó el suelo, se escuchó una ovación estremecedora. Aplausos, gritos, vamos agitándose ansiosas a modo de saludo, sombreros volando por los aires, bocinas de los autos.
El dirigible llevaba pintada desde hacía unos meses una enorme cruz esvástica. A nadie pareció importarle; todavía faltaban unos años para que la sólo visión del símbolo produjera inmediata indignación.
El gobierno alemán, ya con Adolf Hitler y los nazis en el poder, aprovechaba el prestigio y la fascinación del Graf Zeppelin para hacer propaganda.
Pocos minutos después, descendió su capitán, el sucesor de Ferdinad von Zeppelin, el atildado y algo sobreactuado Dr. Hugo Eckener. Con gorra negra, mientras bajaba las escalerillas al tiempo se quitaba teatralmente los guantes, con saco de cuero blanco, recibió la ovación de la gente. Saludó con un leve movimiento de su brazo. Luego las formalidades de rigor con las autoridades argentinas presentes. Eckner, héroe nacional en ese momento en Alemania, caería rápidamente en desgracia por sus críticas al régimen nazi.
La detención fue muy breve. Poco más de hora y media. En ese lapso, una autobomba de los bomberos aprovisionó a la nave de los miles de litros de agua que necesitaba para su vuelo, se subieron a bordo provisiones y dos sacas con correo. También cuatro aviadores argentinos ingresaron como pasajeros hasta la siguiente escala.
Cuando Eckner reingresó, los doscientos soldados desataron los nudos, mientras empujaban para poner en movimiento a este buque aéreo. La multitud volvió a aplaudir y a vivar. Fue corta la experiencia pero sintieron que habían sido unos privilegiados al poder ser testigos del descenso y ascenso de la nave histórico. Lo malo para ellos vino después. El regreso a la ciudad fue lento y agotador. Tanta era la gente que algunos tardaron hasta cinco horas en volver a sus casas.

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